La aventura de la cinematografía comenzó en Paris durante las fiestas de Navidad de 1895. Dos hermanos de Lyon, Auguste y Louis Lamiere, alquilaron un saloncito en el sótano del Grand Café, un local de moda en el Boulevard des Capulines. El saloncito se llamaba pomposamente Salón Indio y solía utilizarse para jugar al billar. Los dos hermanos organizaban allí todas las tardes, a partir del 28 de diciembre, un extraño espectáculo; las primeras sesiones no consiguieron atraer a más de 35 espectadores; este novísimo espectáculo era el cinematógrafo. La época y el lugar habían sido elegidos. A finales de siglo, París era la capital cultural del mundo; allí se hacían y se deshacían las modas, allí afluían pintores y escritores, y a París se miraba para saber que caminos seguía el teatro. Durante la Navidad se agregaban a las atracciones de siempre los barracones y las casetas populares. Los hermanos Lamiere pensaron que aquel era el momento para lanzar el nuevo espectáculo.
Con un aparato de su invención proyectaban sobre un lienzo blanco nada menos que fotografías en movimiento. Los 35 espectadores primeros asistieron a la llegada de un tren a la estación, experimentando la angustiosa sensación de que la locomotora, resoplando, llegaba desde el fondo, salía de la pantalla y se precipitaba sobre ellos.
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